Las noticias abundan en tragedias, los titulares de prensa no dejan de atemorizarnos y vivimos momentos de tremenda presión para las empresas. Todos queremos que 2021 sea un año feliz, y esta vez con mayor motivo. Así que el deber del líder es mostrarse optimista y, con ello, sembrar el optimismo a su alrededor.
Todo individuo viene preparado "de serie" para defenderse de las amenazas. Las emociones de miedo, ansiedad, estrés… le permiten activar respuestas de lucha o de huida. En la naturaleza es necesario protegerse de otros animales, incluidos los humanos; por eso recordamos mejor los momentos traumáticos que las vivencias agradables.
Pero está en nuestras capacidades modificar el pensamiento, porque el cerebro posee una enorme plasticidad para hacer nuevas conexiones neuronales e invocar la salvadora resiliencia. De igual manera, podemos entrenar el optimismo y beneficiarnos de las enormes ventajas que reporta.
El escritor Émile Zola lo expresaba muy bien: "No soy optimista, quiero ser optimista". Coincido con él en que todos debemos trabajar para no dejarnos vencer por el desaliento, pero son los líderes quienes están obligados incorporar el optimismo a la cultura de la empresa mediante su ejemplo, puesto que las personas necesitan dejarse guiar por alguien que alcance a ver más lejos, allí donde habita la esperanza.
No estoy hablando del optimismo exagerado de la niña Pollyanna, sino de trabajar esta emoción que tiene un impacto positivo en cada uno, en quienes están a su alrededor y, estoy segura, en el mundo de los negocios: si bien no es garantía única del éxito, sí constituye uno de sus ingredientes principales.