Cada día hay más trabajos que las máquinas pueden hacer mejor que los humanos. Por eso la inteligencia emocional cobra mayor relevancia frente a la inteligencia artificial.
La tecnología nos facilita la vida. Ya no podemos imaginar un mundo sin internet, ni un día sin nuestro smartphone. Los sistemas de aprendizaje artificial, el manejo de grandes datos, el reconocimiento facial, los automóviles sin conductor… son el presente, no el futuro. Nos guste o no, las máquinas pronto serán capaces de desempeñar la mayoría de los trabajos que conocemos actualmente. Es inútil oponerse; tenemos que adaptarnos y centrarnos en potenciar aquello que nos diferencia del más sofisticado de los androides: las emociones.
Un robot puede aprender de nuestras emociones, simular sentirlas y despertarlas en nosotros a poco que tenga el aspecto de un ser humano o un animal, pero la realidad es que no las tiene: podrá aparentar emociones, pero carece de ellas.
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Las emociones humanas están provocadas por un estímulo, interno o externo, que produce cambios en nuestro estado somático para, a partir de esa emoción primaria, realizar una evaluación en la que influyen aspectos como el conocimiento, la experiencia, la situación contextual y social… Es decir, nuestro cerebro entra en acción y responde con el sentimiento de una emoción ante un estímulo. Las máquinas pueden aprender reacciones basadas en experiencias humanas, pero estas son infinitas y tan diferentes unas de otras como lo son las personas: no existen dos cerebros iguales.