La emigración es un tema complejo. Fue el camino que escogimos millones de personas para irnos de nuestros países y soñar con un futuro mejor. En este sentido, siempre honro a las naciones que me acogieron con hospitalidad. Hemos sido afortunados, porque otros millones no pueden cambiar de geografía.
Nadie debe abandonar el sueño de transformar su destino, pero es difícil que se abran todas las puertas del mundo. Las puertas, hablando en sentido literal, pero también metafóricamente, son artefactos estrechos. Y así funcionan en Estados Unidos, pero también en México, con la presión migratoria que viene desde Sudamérica y Cuba; en República Dominicana, con los haitianos; o en Panamá, con los venezolanos. Todos los países regulan sus flujos migratorios. Yo preferiría vivir en un mundo sin fronteras, pero me temo que es solo una utopía.
Dicho esto, y entendiendo que la emigración desordenada siempre es fuente de conflicto, no podemos permanecer indiferentes ante el drama que han vivido miles de niños y sus familias en la frontera entre México y Estados Unidos.
No pocos expertos consideran que el presidente Donald Trump ha intentado utilizar a los menores para forzar la aprobación de una reforma migratoria a su medida, que también reduzca la emigración legal. Resultaría intolerable usar a niños con estos fines.
En este contexto, también sería deseable que las familias se abstengan de llevar a sus hijos en esas peligrosas travesías. En el pasado, miles de cubanos hicieron lo mismo para huir de la isla y sometieron a sus niños a verdaderas odiseas marítimas, como la que protagonizó el balserito Elián González.