La palabra fracaso ha perdido su tinte peyorativo. Cada vez está más aceptada como parte integrante del éxito. La ciencia se ha forjado sobre el principio de ensayo y error: cuantos más fallos se cosechan, más cerca se está de lograr el acierto. ¿Por qué no aplicar lo mismo al mundo empresarial?
Thomas Alva Edison no solo fue un gran científico, sino también un exitoso empresario que registró más de mil patentes a lo largo de su vida. Muchos de sus inventos solo alcanzaron la gloria después de un largo camino de desastres. Antes de que su bombilla iluminara a la humanidad, el historial de decepciones era tal que la prensa de la época se reía del asunto; pero cuando le preguntaron por ello, el genio respondió: "No he fracasado. He encontrado diez mil soluciones que no funcionan".
Del mismo modo, la historia está llena de personas exitosas a las que echaron del colegio cuando eran niños, que perdieron estrepitosamente en todos los concursos a los que se presentaron, que sufrieron el rechazo a sus obras o sus ideas en multitud de ocasiones… Pero que no se rindieron.
El fracaso en la empresa es, en mi opinión, un requisito para el éxito, siempre y cuando se sepa gestionar de la manera adecuada. Para ello, es imprescindible fomentar una política corporativa donde perder coexista con ganar.
Admitir el propio fracaso. Hay que asumir los errores, jamás encubrirlos ni derivarla responsabilidad hacia otros. Pero también hay que compartirlos, porque eso genera empatía, les dice a los demás que también ellos pueden fracasar y muestra que todos podemos ser resilientes, salir a flote tras el naufragio. Y no solo eso, hablar abiertamente de un fallo propio puede llevar a otros a dar con la solución que no hemos encontrado.